viernes, 17 de octubre de 2008

Buscamos a Sofía

viernes, 10 de octubre de 2008

Un premio (in)deseable

Erase una vez perdida en el tiempo, en que el que el rey de la potencia más grande de la Tierra estaba aburrido. La mezcla de esta abrumadora sensación de un hombre sumada a la inmensa fortuna de un rey (con la variable de excentricidad de los que no se creen mortales), hizo que el monarca organizara una competencia de literatura, con un gran premio que se dividía más en dignidad que en oro. Nuestro rey buscaba, en su inocencia, resolver su tan desafortunada situación. Y lo logró. El más desconocido de los poetas del reino elaboró un poema que fue del agrado de su majestad; el mismo exaltaba virtudes de su persona, algunas de ellas inventadas. El poeta fue premiado por su trabajo, y beneficiado con la entrada al círculo más selecto del monarca.

Si no fuera porque el concurso recibió el nombre del artista, el poeta hubiera sido olvidado. En cambio su poema no. La obra recorrió el creciente reino, y su éxito fue tal que pronto el rey fue pensado y recordado con las virtudes que el poema mencionaba. Nuestro rey descubrió el poder de las letras usadas en tal sentido, por lo que el concurso se repitió año tras año, en donde el tema de las obras era libre, pero ganaban siempre las que tenían por asunto el monarca y su magnificencia.

Muchos años después el rey murió. Lo sucedió su hijo mayor, que siguió los pasos de su padre.

Pasaron los años, los monarcas, las dinastías, los imperios. Y el concurso seguía en pie, con las mismas intenciones encubiertas, las de propaganda, ya no solo las que obedecían a los propósitos del rey actuante, sino también a las necesidades que la coyuntura dictaba.

Con el tiempo el concurso atravesó fronteras, con la intención oficial de buscar al mejor escritor del año, aquel que mereciera el galardón. Ya no importaban donde se encontraran los autores ni de que trataran las obras. Nadie lo decía, sin embargo todos sabían que la razón que dio continuidad al concurso en su inicio eran las mismas que hoy lo mantenían vivo. Cualquier escritor podría alcanzar una fama y fortuna incluso mayores a la de ganadores pasados del premio, pero nunca se incluirían en la galería de los “afortunados”, de los “inolvidables”, si no respetaban las condiciones tácitas del concurso. A modo de ejemplo, hubo una vez un hombre talentoso, que había nacido en el extremo opuesto al corazón de aquel viejo reino que ya no existía. Fue tal su ingenio que su nombre ya no respetaba pueblos ni idiomas, tanto que fue comparado con el más grande de los poetas de la historia, al punto de que muchos afirmaban de que aquel era superior a este. Los ingenuos se impacientaban al ver retrasado el premio para este poeta, pero no perdían esperanzas.

Ya muy anciano, el poeta murió. Y con él, la oportunidad de que el premio se reivindicara a sí mismo. Los más lúcidos (y los no tanto también), al fin cayeron en la cuenta de lo que realmente significaba dicho premio, sobre sus condiciones, sobre las razones extraliterarias que lo circundaban. El premio se desacredito, pero continuó y sus dictámenes siguieron siendo de gran resonancia.

Los atropellos también se continuaron. Una vez, al ser galardonado un desconocido (uno más), uno de los jueces cayó en su propia falta, al justificar la elección del último poeta: “Nada tiene que ver que nuestro nuevo ganador haya nacido en el corazón de nuestro amado y gran continente, ni que sus bellas palabras exalten la maravilla de ser hijos de esta tierra. Sucede que, las obras de otras tierras se encuentran demasiado lejos de aquello que nosotros llamamos Literatura”.

PD: Encontrar (y cargar) una imagen no me ha sido fácil; el desconocido es J. M. G. Le Clézio.