lunes, 1 de marzo de 2010

No sólo marzo comienza hoy

Ayer, caminando con Rebeca nos perdimos. Yo estaba preocupado por sus rodillas pero, a pesar de también estar muy cansado la pasé tan bien como hacía tiempo no lo hacía.

Rebeca es mi amiga del reencuentro. Alguna vez nos conocimos en la escuela. Pasaron años antes de volver a hablar como lo hemos hecho en los últimos días: nuestra relación parace la de aquellos que nunca pierden el lazo que los liga, por más distancia o tiempo que los separe. Aún no me atrevo a llamarla amiga, por simple miedo a precipitarme, pero esta vez no quiero volver a separarme de ella.

Salvando las enormes distancias... estamos pasando casi por lo mismo.

Rebeca (para dar por terminado con su protagonismo en este post) es una de las mujeres que me harían replantear mi sexualidad. Es bellísima (como a mi me gustan las mujeres) y su personalidad es súmamente atractiva. Ella me proboca lo que ningún súcubo, pero no llega a hacerme sentir lo que ningún íncubo. Su apariencia, como la de muchas, es la de una mujer entera aunque sumamente frágil, que a pesar de dejar mostrar sus lágrimas sólo a pocos elegidos (yo no soy uno de ellos) es de las personas más enteras y fuertes que me tocó conocer en el mundo.

No me pregunten por donde andubimos; sólo puedo decir que fue por la Mar del Plata más linda, aquella a la que no había vuelto desde aquella “pelea de perros” que me unió a Gabo, un 27 de mayo: de repente tanta belleza se me hizo familiar y un edificio en particular me golpeó la cara y la memoria.

-¡Acá nos dimos el primer beso con Gabo!-, le dije a Rebeca y mi cara no fue de tristeza, sino de alegría. Seguro que mis ojos se iluminaron. Fue una sensación agradable y no sé por qué.

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No sólo marzo comienza hoy.

Hoy me tomé un tiempo para mi, y perdí toda la tarde entre mis plantas. Habrán pasado horas y por un momento fui felíz. Cuando Lean me preguntó qué había hecho hoy le comenté esto último, que había pensado mucho, que no creía haber llegado a ninguna conclusión pero que la reflexión me allanaba bastante el camino.

-Me di cuenta de que el mundo nunca se detiene, que nunca se detuvo-, le dije. -Y algo peor: me parece que me di cuenta también de que nunca se va a detener.

-¿Por qué habría de hacerlo?-, me preguntó.

-No sé, yo pensaba que se podía detener; de hecho hace dos meses pensé que se había detenido. Al final el tiempo lo cura todo, cierra heridas. La mía sigue abierta, pero creo que se secó un poco. Ya veremos. ¿Y vos, cómo andas?