viernes, 2 de abril de 2010

Horacio

Horacio no se llama así. Tiene otro nombre, pero como ahora estoy en plan de “reservarme” un poco más, esa será su identificación en este blog.
Hablaba de Horacio. Que lo conocí hace realmente pocos días, que de entrada no me pareció tan feo como me previno mi amigo, nuestro celestino. Podría haber esperado mil cosas peores, pero me encontré a un chico que no aparenta sus casi tres décadas en absoluto (llegué a pensar que era menor que yo), que es más flaco de lo que realmente acepto (o aceptaba), demasiado formal, algo afectado, terriblemente tierno. A Horacio dan ganas de abrazarlo siempre. En esa oportunidad, en la que fuimos presentados, apenas cruzamos palabras o miradas. Fue suficiente. Lo demás se dio solo, todo gracias a Leandro, que no perdió el tiempo para hacer que salgamos juntos a bailar (nosotros, él y un amigo más).
Una vez, hablando de lo difícil que se me hizo acercarme al Profe la vez que nos dimos un beso, Leandro me dijo que eso era porque entre ellos tienen un código: “Nadie se agarra a nadie hasta después de las 4.30 de la mañana”. La idea de esa pauta es no dejarse solos, permanecer unidos. Y me pareció perfecto, mucho más si hubiese tenido noticias de esa pauta aquella noche. En fin, supuse que así sería con todos sus amigos, por lo que la noche en que salí con Horacio yo estaba muy tranquilo, además de que mis expectativas eran muy bajas, todo para no terminar defraudado.
Pues he de decir que no me dio tiempo a nada. Apenas empezaba a sonar aquella música que no se puede dejar de bailar, el diálogo trunco fue el siguiente:
Yo: ¿Te gusta esta música?
Horacio: Sí, me gusta.
Yo. ¿Y te gusta bailar?
Horacio: Sí, un poco me gusta.
Yo: ¿Y vas a bailar?
Y esta vez no tuve respuesta. (Haré mi mea culpa y diré que mis preguntas no eran inocentes, tanto como mi actitud, mi postura, la forma que lo miraba, nada inocente). Horacio se me acercó de una manera muy rápida, una que no deja de extrañarme si es verdad que es muy tímido. Nos dimos un beso, que no fue el mejor, pero que ha mejorado en el transcuso de los días. Pero volvamos a esa noche. Desde ese momento le pertenecí a Horacio. No me dejó solo ni para ir al baño, y si nos moviamos era sólo y sólo de su mano, siempre abrazados, o besándonos.
Desde esa noche nos vimos casi todos los días. Hasta me hizo un regalo: un peluche con forma de conejo blanco con un huevo de Pascua al que bauticé... Horacio, y al que él se refiere como “nuestro hijo”. Así de rápida la cosa, tanto como que ya me dijo “te quiero”, o me insinuó la inminencia de un “noviazgo”...; mas: hace un par de días me dijo que ya había visto mi regalo de cumpleaños (¡Y PARA ESO FALTAN MESES!) y que era probable que tenga que elegir otro, porque capaz que me lo regalaba antes. Le tuve que decir que eso no me gustaba, que yo tenía ganas de conocerlo pero que -”por dios” (esto no se lo dije)- quería ir despacio. No creo que lo haya entendido.
Y es que Horacio no estaba en mis planes. Después de lo de Gabriel yo quería conocer gente, portarmme mal, hacer todo aquello que no pude por estar de novio. No quería ponerme de novio, no por lo menos antes de bien entrada la segunda mitad del año. Esta vez quería dedicarme más a mi descuidada carrera, estar con mis recuperados amigos, sentirme libre y sin obligaciones...
Las expectativas no son tan terribles. Repito que Horacio no estaba en mis planes: a pesar de ser ese puñado de años mayor que busco en un hombre es hermosamente blanco y delgado, aparentemente bastante dependiente, económicamente estable (y le gusta hacer regalos y pagar cuando vamos a tomar algo)... Igual, yo no quería, tan rápido no quería.