lunes, 8 de diciembre de 2008

Palpando las Fiestas

El post anterior lo tenía que escribir si o si. Era una deuda. Yo sé que no salió bien, que no dije todo lo que tenía que decir, pero bueno, hoy me dieron ganas de ocuparme de eso; a ver si todavía muero a manos de un chorro (ladrón) y no dije aquello que los noticieros, después de mi muerte, levantarán como “las últimas palabras del joven estudiante muerto a manos de malvivientes” (los que me conocen dirán: era un chico tan bueno, tan tan bueno; y lindo, que lindo que era...).

Me hace bien teclear un poco. Y ahora me vuelvo por acá, porque es 8 de diciembre, día de la virgen (Nota: hoy también canta Madonna en Argentina), día para el cual tenía planeado desde hace unos días una publicación relacionada con el título.

No me gustan las fiestas. En realidad, nada que sea por esta época, excepto las variedad de frutas, de flores, las lluvias (¡ay, que gay!, jaja), y creo que nada más. No puedo disfrutar del verano porque soy alérgico al calor (sí, dije bien; por ende al Sol también); no voy a la playa por eso -excusa 1- y porque como de chico fui obeso (ahora soy divino) tengo complejo con mi cuerpo -excusa 2- (y no quiero que mi mamá se entere que me depilo, porque de otra manera no me desnudo a campo abierto -si la cosa se pone brava, esta es otra excusa). Además estar en vacaciones implica, desde hace unos años, que tengo que trabajar en temporada: si no lo hago (como el pasado año, y el anterior al anterior también) no me puedo comprar lo que quiero, papá me pone caras raras , y me aburro (por dios que sí).

Cuestión que todo esto de los calores en esta parte del mundo me irrita. Me irrita también tener que estar “flaco” o “modelado” de una manera especial, por estar más suelto de ropa. Eso quiere decir también comer más sano. Sano. Eso es lo que no se puede cuando al inicio del verano/vacaciones estivales están las fiestas.

La tradición argentina en su afán de no sé qué, copió lo que pudo, por ejemplo, las calóricas comidas del hemisferio norte. Supongo que algo autóctono para estas celebraciones serán las terribles reuniones de la familia extensa, con música -que nunca es la que me gusta-, más comida -ya estoy harto del vitel toné-, cohetes, y noche de olvido toda la madrugada (este 25 me encuentran en Pin Up).

Desde que trabajé dos larguísimas semanas, por un sueldo más que magro, en un bazar, en plena época pre-fiestas, odio estas celebraciones. Siempre digo que haber vendido artículos navideños en aquel diciembre me volvió pagano para toda la vida. En esos días de locura (13 horas corridas, con intérvalo de 15' para comer y estar sentado) no paré de vender luces para arbolitos, bolas y boas para arbolitos, pesebres para arbolitos, arbolitos desde 20 cm hasta 2 mts. Hasta ridículos disfraces y caretas de Sr. Noel vendía (versión hemisferio sur, claro está). A dios gracias que no estuve en casa en el día entero para acordarme del dichoso pino y sus bolas tristes.

Pero ese verano tortuoso terminó. E inevitablemente llegó el siguiente, con la misma historia: el bendito árbol, las luces y toda la parafernalia de una sociedad en crisis. Y no me gusta. Me es absolutamente indiferente, sin sentido. Entiendo que no debemos romper la ilusión de los infantes. Pero en mi casa el más joven tiene más pelitos que el más viejo. Entonces, ¿para qué sacamos esa cosa polvorienta todos los 8 de diciembre? ¿Para quién?

Recuerdo que el la última Navidad, cuando estaba más cerca de las creencias sobre la Madre Tierra y el Universo que mantengo actualmente, me acordé de Jesús (que debemos colocarlo en el pesebre a las 12); mi familia brindo, y alguien recordó, una hora después, al Salvador. Tradición y creencias como estas, yo, ASÍ NO.

Menores de edad

Es de público conocimiento la crisis social que estamos enfrentando en cuanto a seguridad (los que viven lejos, solo lean los titulares de diarios argentinos).

La situación se desmadró. Ya no nos roban monedas, una bicicleta. Ya no entran furtivamente en las casas y se llevan lo que encuentran. Ya nada de lo anterior es esporádico. Todo es periódico y constante. Con plus de muerte. Nos matan. ¿Quiénes? Ellos. Porque es así. De un lado estamos las víctimas (la gente que trabaja, los ricos, los pobres dignos, los que viven y dejan vivir... los que no somos ni una cosa ni la otra, sino que luchamos, poco o mucho, por estar mejor). Del otro lado los victimarios (los excluidos, los descendientes de los eternos “grasitas” de Eva Perón [bueno... los morochos], los que son “chorros” porque quieren... que se yo, la fauna es tan amplia que no quiero detenerme en este momento sobre su diversidad).

Sí; estamos muriendo. Y no es que me preocupe una merma en el futuro censo. La gente honesta en este país es mucha, y siempre será más. Lo que me preocupa es la muerte misma, que es igual para todos. Cada uno de nosotros somos pasibles de morir de la manera más absurda, y por nada. Porque si robaran algo... No, ni eso: basta que estén drogados, que se enojen por no obtener lo que buscan, o simplemente que un ruido los asuste y les haga apretar el gatillo. Algunos matan “careta” (sobrios), según ellos. Y listo. Un gasto para la familia, que de la noche a la mañana tiene que armar velorio (ni hablemos del dolor).

Estamos muriendo. Y ahora es diferente. A parte de ser todos los días, nos matan los chicos. Ellos se amparan (¿entenderán este término?) en la ley, que indica que los menores son inimputables. Ellos portan las armas, los grandesitos hacen el resto. Si cazan a uno de estos chicos... no pasa nada, son menores; ni pueden alojarlos en las comisarias. Los sueltan, para recibirlos a las pocas horas por oto delito más.

Llegamos al tope. Y el debate se abrió. Sonaron voces (esta vez con fuerza), que piden la baja de edad para juzgar delitos y crímenes. Y del otro lado salieron a responder aquellos que no sufrieron nunca una conmoción como las que escuchamos diariamente en la TV. Ellos dicen que no se puede, porque son menores, que son empujados a eso por la droga, que no tienen consciencia de ello. Los otros, que son menores pero matan, simplemente (no dan vueltas, ya no se puede hacerlo).

Y me veo en la obligación de manifestar de que lado estoy. Antes, quisiera contar como es mi vida desde aquel robo, llegando a mi casa a las 8 pm en julio:

Ya no salgo solo, si no con el perro. Y de noche tampoco salgo.

Mis padres me van a buscar del colectivo a la parada si se me hace muy tarde (22 años tengo).

No hago compras por el barrio.

Salir a la vereda a dejar la basura en el cesto... solamente alerta como un perro asustado.

Cuando vuelvo de la calle, las últimas cuadras son las peores: las palpitaciones se me aceleran, y es inevitable mostrarme nerviosísimo; hago cuentas matemáticas para poder concentrarme en algo y evitar agitarme (¿les dije que tengo pequeños problemas de corazón?).

Desde aquel episodio vivo con miedo. Y desconfío de todo el mundo. En especial de aquellos que comparten el perfil de “mi ladrón”: se visten con ropa deportiva (sus zapatillas son equivalentes a medio suelto de un mortal comun), con gorra de vicera aunque sea de noche; en invierno llevan abundante ropa para ocultar armas y los identifico sobre una moto cuando no tienen casco.

Es duro vivir así. Y estoy harto. Lamento las muertes de las víctimas. Profundamente. Pero no la de los delincuentes. Siento que ellos no tienen cura, que son el cancer de la sociedad, que en esta guerra histórica y silenciosa nosotros no estamos en el bando de ellos. Y después esta el tema de los menores.

Puedo entender que el contexto los arroje a esta situación. Y que seamos responsables TODOS nosotros. Pero no puedo entender que haya derechos para ellos y no para nosotros.

Yo, Gustavo Ezequiel Diaz, argentino, DNI 32482046, pienso que deberían estar separados, ya sea en internados, instituciones, granjas en la despoblada Patagonia, produciendo quesos y mermeladas. Ya no podemos permitir esta situación. Tampoco de ninguna manera nuestra vida vale menos que las de ellos. Y ellos no pueden seguir así. Por su bien, por el nuestro, algo debemos hacer. Y todos sabemos que es ese algo.